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Avenida Cruz de Juárez

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Avenida principal del barrio de la Huerta de San Rafael, popularmente conocido como barrio de Santa Rosa, al que atraviesa de sur a norte, desde la calle Cronista Rey Díaz hasta la glorieta Cruz de Juárez. Desembocan en ella muchas de las calles que vertebran el barrio, como las calles Algarrobo y El Almendro, Santa Rosa o Higuera.

Esta avenida debe su nombre a Antón de Juárez, curioso personaje cuya história y la de la propia cruz se relata en el libro "Paseos por Córdoba" de Teodoro Ramírez de Arellano y que cuenta lo siguiente:

El suceso de la Cruz de Juárez

"Ha cerca de tres siglos vivía en esta ciudad un caballero de una fortuna considerable, que entre sus muchas fincas contaba ésta, en cuya cerca están las otras dos cruces. Llamábase Antón de Juárez y era muy estimado de todos, porque había tenido habilidad para adquirirse la fama de honrado y condescendiente, aunque era infundada, porque, bajo aquel aparente bondadoso, latía un corazón depravado y miserable.

Su esposa era un dechado de virtudes. Enferma a causa de unos flujos que la habían debilitado, perdió la hermosura de su juventud, y sólo las huellas de sus padecimientos se veían en su amarillo semblante.

Juárez iba al templo diariamente. Se acompañaba con los más respetables padres de la Merced y San Pablo. Pero a espaldas de ellos traía ciertos tratos y manejos con un compadre suyo que vivía en el barrio de Santa Marina y que, por cierto, sus antecedentes no eran los más honrosos. Con él moraba una joven bastante bella, de quien Antón de Juárez estaba ciegamente enamorado.

Con este motivo, su virtuosa esposa le inspiraba hastío, y el amor que antes la profesaba pasó a ser indiferencia, después desprecio, y por último odio. Ella, por el contrario, redoblaba sus afanes por reconquistar su perdido cariño, sin lograr que su esposo la compadeciese, siquiera por desvanecer las sospechas que su despego la iba inspirando.


Obcecado en su brutal pasión, sin atender a los impulsos de su conciencia y sí al capricho, llevado además por los malos consejos de aquella mujer que le vendía su recato y su reputación, cercenándole su fortuna y bienestar en cambio de los más efímeros y pasajeros goces, Antón de Juárez concibió uno de esos pensamientos que nos lanzan ciegos en el camino del crimen.

Llegó la primavera, esa estación en que la naturaleza quiere lucir sus galas, cubriendo los árboles de ese brillante verde que arropa el fruto de sus brotes; en que el campo se cubre de morados lirios y blancas azucenas; en que los arroyos parecen más puros y cristalinos, y en que las aves gorjean con más dulzura y sentimiento. Esa estación que en Córdoba parece haber cimentado su trono, porque aquí como en ninguna parte se nos muestra con toda su lozanía, extasiando la vista con sus encantos y purificando el viento con los aromas que exhalan sus prados de rosales, sus bosques de naranjos y limoneros.

La infeliz esposa de Juárez creía hallar alivio a sus padeceres en aquella estación privilegiada, y ansiaba pasar algunos días en la casita que desde este sitio divisamos. Su esposo no puso inconveniente a esta justa y sencilla pretensión, y esto la hizo recobrar una lisonjera esperanza.

"Al campo", se dijo en la casa, y todos dieron muestras de oír estas palabras con la mayor alegría. Hiciéronse los preparativos y al día siguiente los esposos ocupaban su casa de recreo, donde diariamente eran visitados por los padres mercedarios que hasta ella alargaban sus paseos, y que, bajo la frondosa copa de algún hermoso naranjo, en cuyo oscuro verdor resaltaban los blancos ramos de azahar, eran obsequiados con los más suculentos manjares, entre ellos el recién importado chocolate, que tanto se ha generalizado.

Pocos días transcurrieron. Antón de Juárez dispuso una romería con su compadre y otros amigos. Su esposa creyó encontrar una ocasión de complacerlo y, afanosa, preparó cuanto aquél podía necesitar para la excursión a la sierra. Quedose, pues, sola con sus hijos, sus criadas y los hombres que cultivaban la hacienda. Sólo encontraba desamor en su esposo y, sin embargo, su ausencia la inquietaba. ¡El corazón siempre es niño; desgraciado el que no da entrada en él más que a la inocencia!

Algunos días pasaron desde la marcha de Juárez. Una noche el cielo se cubrió de densas nubes y los relámpagos despedían su rojiza claridad por detrás de los más altos cerros de Sierra Morena. Conforme avanzaba la noche la tormenta se hacía sentir con mayor intensidad. Las doce sonaban en el reloj del colegio de los Jesuitas cuando la tierra retemblaba con el fragor de los truenos, y las espesas y continuas exhalaciones causadas por los relámpagos parecían amagar a Córdoba y sus alrededores a ser víctimas de las llamas.

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Por ese camino que dirige al molino de Sansueña bajaba un hombre a caballo, con tal celeridad, que parecía desafiar los desenfrenados elementos. Al llegar a este arroyo, que iba aumentando su corriente con los aguaceros que se desprendían de las oscuras y apiñadas nubes, se bajó de su corcel y, después de atarlo fuertemente a uno de los olivos, saltó la cerca de la posesión de Antón de Juárez, llegó a una puerta de la casa y aun cuando dos enormes mastines salieron al punto a su encuentro como fieles guardadores de aquel recinto, la presencia de aquel hombre sólo les produjo un efecto de alegría, pues movieron sus largas colas como en señal de cariñoso respeto.

Una llave preparada al efecto le dio entrada por la puerta de la casa de campo, siguiendo sus pausados pasos hasta llegar a la habitación en que reposaba la esposa de Juárez, alumbrada por una luz colocada ante una imagen del arcángel San Rafael, a quien todos los cordobeses acuden presurosos en los momentos en que se ven amagados de la cólera celeste. Entonces sacó una daga, a la cual había quebrado la empuñadura, y la introdujo en el cuerpo de aquella desgraciada, de manera que su muerte pudiera atribuirse a la enfermedad que ya hemos dicho padecía. Al dolor volvió de su sueño, y un grito de amargura ahogó en sus labios una mano que se posó en ellos con las fuerzas de un gigante. Cualquiera que hubiese estado cerca tal vez percibiría estas palabras: "¡Juárez!, ¡mi esposo! ¡Dios mío..., yo lo perdono!"

El sonido aterrador del trueno se dejó oír más potente en aquel momento; las nubes lanzaban el agua a torrentes y los relámpagos se multiplicaban iluminando todos los alrededores. Varias exhalaciones descendieron sobre esa posesión y la casa de campo y almiares principiaron a lanzar grandes llamaradas. Aquella casa, donde pocos momentos antes reinaba la más envidiable paz, presentaba un espectáculo espantoso. Por entre las llamas salió un hombre. Quien a la luz de los relámpagos y del incendio hubiera divisado su semblante, se habría horrorizado, viendo en él retratado el crimen, la desesperación, la maldad. Al fin llegó a la cerca. Este arroyo tan puro y cristalino en los días de calma había convertido su dulce y melodioso murmurio en el sublime rugido de un torrente. Juárez, a quien ya habrán ustedes conocido, vaciló un momento, y sin temer que lo arrastrasen las aguas lo salvó a nado, llegando al sitio donde dejara su caballo y que pugnaba aterrado por huir del árbol que impedía su carrera. Un momento después iba con la velocidad de un rayo por el camino de la Asomadilla.

A los aullidos de los perros y a los bramidos de las reses que, atadas a los tinahones, no podían huir de las llamas que amenazaban devorarlas, despertaron los operarios y mozos de la hacienda, y las palabras de "¡fuego!, ¡salvemos a la señora!" se dejaron oír en estos contornos. La señora de Juárez no existía; su cadáver, nadando en sangre, fue lo que encontraron aquellos fieles criados.

Al día siguiente cundió por la ciudad la triste noticia de que la hacienda de Antón de Juárez había sido devorada por un incendio, y que aquella virtuosa mujer, en quien todos veían el más bien acabado modelo de virtudes, sobrecogida por el susto, había sido víctima de uno de los terribles flujos que padecía. Un criado corrió a llevar esta triste nueva al lugar donde estaba de montería Antón de Juárez, quien se apresuró a bajar a Córdoba, dando las mayores pruebas de dolor, que todos pretendían calmar con los religiosos consejos empleados generalmente en tan tristes circunstancias.

Sin embargo, un primo de la víctima se abstenía de dar consuelos, y no cesaba de hacer preguntas a cuantos operarios y criados pasaron la noche en la hacienda. Pero ocultó sus recelos por no hallar el menor indicio que los aclarase, al par que temía perder el favor de Juárez, a quien era deudor de muchos y señalados beneficios. Los funerales se celebraron con la mayor suntuosidad y el cadáver fue depositado en un panteón que la familia tenía en uno de los conventos de Córdoba.

Poco a poco fueron desapareciendo las muestras de dolor dadas por Antón de Juárez. A los dos años contrajo segundas nupcias con la mujer con quien ya dije antes mantenía ilícitos amores. Todos los parientes huyeron de él, quedando aislado con su nueva consorte, que, al revés de la primera, llegó a dominarlo hasta el punto de hacerle sufrir las mayores bajezas.

Diez años transcurrieron desde los sucesos que he referido. Ya nadie se acordaba de ellos cuando la Providencia, que ningún delito quiere dejar oculto y sin castigo, dispuso que una casualidad viniese a descubrir tan inaudito crimen.

Falleció otro individuo de la familia, y éste, como era costumbre, dispuso llevar el cadáver a la misma bóveda en que yacían los restos de la esposa de Juárez. Entran los sepultureros y algunos parientes, entre ellos el que sospechaba la infamia de aquél. Para colocar el nuevo ataúd era preciso internar el de la infeliz señora, y he aquí que al moverla se deshizo el esqueleto, apareciendo entre los fragmentos la hoja de una daga que todos reconocieron por haberla visto alguna vez en poder de Antón de Juárez. Miráronse unos a otros y, sin embargo, todos callaron.

Al día siguiente tuvieron una reunión para ocuparse de un asunto sumamente delicado, en el que todos habían concebido un mismo pensamiento. Antón de Juárez fue acusado a la justicia de Córdoba como asesino de su desventurada esposa. Esta noticia tardó muy poco en extenderse por toda la ciudad, dando pábulo a los curiosos y noticieros para hacer mil diferentes comentarios.

-Juárez, Juárez, estamos perdidos -entró diciendo en casa de aquél el compadre que ya saben ustedes le servía de consejero, y que por tanto no dejaba de tomar una parte muy activa en todos sus asuntos-; al cabo de diez años han encontrado entre los restos de tu mujer la daga que puso fin a su existencia.

-¡Terrible casualidad! -contestó Antón-. No importa, nadie me vio y yo no he de revelar este secreto.

-¡Que mal conoces el mundo! Ahora, así que te vean entre cadenas, con los bienes confiscados, que nada esperan de ti, no faltará quien declare en contra tuya. Entre los monteros no falta quien asegure que aquella noche no la pasaste con nosotros, que antes de amanecer volviste muy azorado, y que al día siguiente faltaba una daga de entre las armas, la cual debió haberse quebrado, porque la empuñadura fue encontrada después hecha pedazos en el monte.

-Y qué haremos; la huida en estos momentos confirmaría las sospechas.

-Métete en el lecho -continuó el compadre-; de esa manera saldremos del primer momento. Después iremos viendo la marcha de tu proceso, y obraremos según convenga. Tú tienes confianza en tu médico; creo no desmentirá tu padecimiento.

Aquella misma mañana se presentó en casa de Juárez el corregidor de Córdoba seguido de su cohorte de escribano, guardia y alguaciles. Antón los recibió en la habitación en que tenía el lecho, y en el cual estaba fingiendo una aguda dolencia. Al saber el objeto de tan extraña visita demostró la mayor sorpresa, protestando contra tan terrible acusación, sacando en apoyo de sus palabras el grande amor que profesaba a su primera esposa.

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La presencia del médico y la seguridad que dio del padecimiento de Juárez lograron que el corregidor lo dejase en su casa, con unos cuantos alguaciles que custodiasen su persona. Conforme el proceso iba tomando un giro desfavorable al enfermo, éste se agravaba en su dolencia, hasta el extremo de disponer el médico que si al día siguiente no se notaba alivio, fuese inmediatamente sacramentado. Con este parecer de persona tan entendida, los alguaciles se descuidaban, no ejerciendo con tanto celo la vigilancia encargada por el corregidor. Aquella noche varios frailes franciscos entraron a ver a Juárez; poco después salieron, quedando todo en calma. El enfermo parecía, según su esposa, no hallarse de la gravedad que la tarde anterior.

Aquella noche otra escena terrible vino a hacer más horrorosa esta lamentable historia. Serían las doce cuando de entre las cercas de la hacienda salió un hombre con tres caballos, dos preparados como para dos jinetes y el otro con unos cofres y cajones, al parecer de mucho peso. Sentose en este sitio, donde hoy está la cruz, y a poco tiempo se presentó otro personaje, vistiendo el hábito de San Francisco.

-¿Estamos prontos? -preguntó el segundo.

-Sí, todo está corriente.

-Vamos, pues; no perdamos tiempo.

-Espera; antes tenemos que hablar -dijo el primero sin moverse del sitio en que estaba sentado-.

-Lugar tenemos; ahora sólo importa aprovechar la noche a fin de estar por la mañana en sitio seguro.

-No me moveré de este lugar sin que me hayas antes escuchado.

-Sea lo que quieras; di pronto.

-Bien sabes, Antón, que por ti abandono a mi mujer y mis hijos, haciéndome cómplice de un crimen del cual tú solo debes responder. Esa caballería está cargada de dinero y joyas de inapreciable valor. Tú puedes vivir cómodamente en un país extraño, sin que nada te falte para tu felicidad. Yo voy a acompañarte; pero antes quiero saber qué lugar voy a ocupar a tu lado, ya que pierdo mi tranquilidad y los goces del país donde he nacido y me he criado.

-Vivirás a mi lado, gozarás lo que yo goce, serás mi hermano, pues contigo partiré mi buena o mala fortuna.

-Huélgome de la segunda parte de tu contestación; pero, francamente, no me fío de ti.

-Miserable -exclamó Antón de Juárez, llevándose una mano a la cintura.

-No hay que alterarse -siguió con calma su interlocutor-; si tus palabras son verdaderas, lo mismo es partir la fortuna antes o después. Ahora dividimos el dinero y alhajas en dos partes iguales, y en seguida tú tomas el camino que gustes; yo elegiré otro. Ambos juraremos no descubrimos.

-Es imposible, yo no puedo acceder a esos descabellados planes.

-Tampoco yo puedo, ni quiero sujetarme a ser tu criado toda mi vida; a ser siempre el que obedezca, cuando estoy en el caso de ser quien mande.

-¿Y qué intentas?

-Vivir con entera independencia, o entregarte a la justicia si no accedes a lo propuesto.

-¡0h, no! Bien me conoces para creer que he de dejarme burlar de esa manera.

-Repara, Antón, que ahora la lucha es igual; que no te presentas ante una débil mujer enferma y dormida para arrancarle la vida impune y miserablemente.

-Bien está. Sea lo que quieras; toma lo que te se antoje.

Estas últimas palabras fueron pronunciadas con una especie de ironía que revelaba las peores intenciones. El compadre las comprendió perfectamente.

-Vamos los dos -le dijo, dirigiéndose al caballo cargado con el oro y las alhajas-.

Juárez lo siguió y, cuando lo creía descuidado, se lanzó sobre él con una daga, diciéndole: "Muere, infame ladrón". Pero por muy veloz que quiso dar el golpe, no pudo sujetar a su adversario, que se lanzó sobre él derribándolo al suelo, y arrancándole el arma que tenía en la mano la hundió en su pecho, pronunciando con la mayor sangre fría estas palabras: "Adiviné tus pensamientos, miserable. No has querido partir conmigo tus riquezas; ahora yo las tomo todas".

Un hondo quejido turbó por último el silencio que reinaba en este lugar. El compadre se repuso un poco, caló bien la capucha del hábito en la cabeza del cadáver y le colocó la daga en la mano derecha. En seguida subió en uno de los caballos y, tomando a los otros del diestro, desapareció por el camino de la sierra.

Apenas la noche descorrió su negro tupido velo, dando paso a la aurora que se presentaba ataviada con sus encantadoras galas, muchos trabajadores abandonaron sus miserables lechos para correr a la sierra, donde esperaban hallar los medios con que atender a su sustento y el de sus pobres familias. No es posible, atendida la superstición de aquellostiempos, definir la impresión causada en todos por el espectáculo que presentaba a su vista el cadáver de un religioso francisco con la daga en la mano. Algunos tornaron horrorizados a la ciudad, contando a cuantos encontraban el repugnante hallazgo que habían tenido, no faltando quien llegase a los conventos de aquella orden en averiguación del nombre del suicida, tornando aún más asombrados al saber que la comunidad estaba completa.

A poco llegó a este sitio el corregidor de Córdoba seguido de sus alguaciles, la hermandad de la Caridad con el objeto de recoger el cadáver, varios padres de San Francisco ansiosos de aclarar aquella alarma que tanto interesaba al buen nombre de sus conventos, y por último, esa multitud de curiosos que acude a todas partes donde creen hallar algo que los entretenga y dé pábulo a sus exageradas conversaciones. Los alguaciles no los dejaban acercarse al cadáver, hasta tanto que fuese reconocido. Quitósele la capucha y todos se asombraron al reconocer a Antón de Juárez, a quien el día antes habían mandado sacramentar los facultativos.

La opinión general cambió de pronto. Todos se olvidaron de los frailes franciscos, asegurando que Juárez había puesto fin a su existencia temeroso del castigo de su crimen. Sin embargo, a petición de ellos, estuvo el cadáver expuesto al público en la plaza hasta la tarde de aquel día. Mientras esto sucedía en el campo, en la ciudad cundió la voz de que Antón de Juárez había burlado la vigilancia de la justicia.

Bien pronto se aclaró este misterio, pues aunque nadie presumía otra causa de aquella muerte que el temor a un castigo seguro, la viuda de Juárez manifestó al corregidor la fuga de su esposo, al cual acompañaba el compadre, quien debía tener el dinero y alhajas que se habían llevado. Esta declaración y la falta y malos antecedentes del acusado decidieron a la justicia a expedir requisitorias en su busca, las cuales tuvieron el resultado apetecido.

La pesada carga del caballo que llevaba el dinero y alhajas le impedía marchar con la celeridad deseada. Al fin llegó a un pueblo de Extremadura, donde desgraciadamente lo conocían por sus malos antecedentes, lo cual hizo extrañasen verlo con aquella carga y el caballo de Juárez bien ensillado y sin jinete. No tardó en ser denunciado a la justicia, quien lo detuvo, registrándole la carga y explorando la procedencia de tanta riqueza, a lo cual no pudo dar una satisfacción cumplida. Entretanto llegaron las requisitorias de Córdoba, a donde fue traído con los caballos y cargamento.

El proceso no tardó en fallarse. Aquel miserable fue sentenciado a perder la cabeza en el mismo sitio en que nos hallamos, o sea, donde había ejecutado su crimen. Aquí, pocos días después, rodó su cabeza bajo el hacha del verdugo.

La hermandad de la Caridad recogió el cadáver para darle sepultura y, conforme a las costumbres de aquellos tiempos, erigió esta cruz en memoria de tan lamentable suceso.

Los deudos y amigos de Antón de Juárez y de su primera esposa colocaron esas otras dos que hay en el camino sobre la derecha de la hacienda que les perteneció, y con la que después uno de sus descendientes fundó una capellanía con la pensión de aplicar misas por el eterno descanso de aquella infortunada familia."

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