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Eckart el fiel (la leyenda)

De Ateneo de Córdoba
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El fiel Eckart (o Eckhart) es un personaje legendario perteneciente a las antiguas sagas germánicas. Se le atribuyen dos cualidades principales, relacionadas entre sí: la más inquebrantable lealtad y la capacidad de ofrecer una última y prudente advertencia a quienes están a punto de dejarse seducir por el brillo de una falsa promesa.

Cuenta la leyenda que, después de haber servido fielmente durante largos años al duque de Borgoña, exponiendo incluso su vida en varias ocasiones, para salvar la de su señor, éste, preso de la envidia, acabó privándole de su confianza, enviándole al destierro y tratándole como a un enemigo. Llevó el duque su crueldad al extremo de hacer desaparecer a uno de los hijos de Eckart, que había retenido como rehén, y de dar muerte al más joven, cuando, años después, acudió al castillo ducal reclamando justicia para su padre. El infeliz Eckart continuó malviviendo en las profundidades del bosque lamentando sus desdichas, hasta que un día, el duque, en quien malvados consejeros habían sembrado el temor a la posible venganza de Eckart, decidió salir en su busca con una cohorte de caballeros, para darle muerte. Una vez se hubieron internado en la espesura del bosque, se desató una tormenta violentísima, en medio de la cual, la yegua del duque, presa del pánico, se desbocó separándolo de sus compañeros. Mientras, en otro lugar del bosque, Eckart se entregaba a su desesperación, despreciándose por haber soportado tanta injusticia y suplicando que el destino pusiera alguna vez a su alcance al asesino de sus hijos para hacerle pagar todas sus maldades. En ese momento escucha una débil voz pidiendo auxilio entre los árboles batidos por la lluvia y el viento. Eckart la reconoce y, lleno de súbita energía y determinación, toma su espada. Pero, mientras se aproxima al duque, acuden a su mente su juramento de lealtad y las promesas que le hizo en la época de su amistad. Así, en lugar de atravesarle con su espada, le tiende la mano y se ofrece a conducirlo a un refugio. El duque no lo reconoce hasta mucho después, cuando ya ha recibido todos sus cuidados y atenciones; conmovido, siente entonces cómo su corazón de piedra se enternece y tiene lugar la más emotiva reconciliación. Poco tiempo después, el duque, sintiéndose enfermo de muerte, nombra al fiel Eckart, gobernador de sus dominios y protector de sus dos hijos.

La segunda parte del relato transcurre varios años después e introduce la leyenda del “Venusberg”, (la Montaña de Venus). Con el triunfo del Cristianismo, los antiguos dioses paganos, rechazados por los hombres, se refugiaron en las profundidades de la Tierra. En una recóndita gruta, dentro de un monte, la diosa Venus ha establecido su corte de delicias. Un flautista encantador sale ocasionalmente del Venusberg y recorre los bosques, atrayendo a quienes le oyen con la irresistible dulzura de su música. Un día los hijos del duque encuentran al flautista y, cautivados por sus sones embriagadores, lo abandonan todo y siguen en pos de él, camino del Venusberg. Con gran esfuerzo, el fiel Eckart consigue arrebatarlos de los brazos de la sensualidad que ya los habían apresado, pero, en su formidable lucha contra los servidores de Venus, pierde la vida. Desde entonces, su espíritu se aparecía ante cada hombre que, incautamente, corría hacia su perdición en las profundidades del Venusberg, para ponerle en guardia del peligro que le amenazaba.

El escritor romántico Ludwig Tieck, a quien se considera, junto a Novalis y Schlegel, precursor de la Germanística por su inmensa labor de difusión del legado medieval entre sus contemporáneos, recogió estas leyendas en sus relatos “El Fiel Eckart” y “Tannhäuser”. Ambos sirvieron de inspiración al compositor Richard Wagner para crear su famosa ópera, según él mismo declaró en “Una comunicación a mis amigos” (1851), donde añade que la lectura de estos relatos fue su primer contacto con la leyenda de Tannhäuser y el Venusberg. El “Tannhäuser” de Tieck, sitúa su acción cuatrocientos años después de la muerte de Eckart, pero todavía es su fantasma, una figura formidable y admonitoria, la que advierte al joven trovador, ávido de experiencias, que detenga sus pasos a la entrada del Venusberg. Sin embargo, Tannhäuser desoye las advertencias de Eckart y va a habitar durante largos años en compañía de la diosa, hasta que, finalmente, hastiado de una vida de continuos y estériles placeres, y suspirando por su antigua libertad, decide volver al mundo, expiar sus pecados y esforzarse en pos del bien. Es significativo que las advertencias de Eckart no sean nunca escuchadas ni tomadas en serio por aquellos que alegremente se dejan arrastrar hacia su perdición. En la gran epopeya medieval germánica, el Cantar de los Nibelungos, es nuevamente Eckart quien sale al paso de éstos en la frontera del imperio de Etzel (Atila), para advertir a su señor, Hagen von Trojen, que se guarde de la falsa hospitalidad de los hunos. Hagen le desoye y cae fatalmente en medio de la masacre que le tienen reservada.

En la ópera de Wagner, Eckart es sustituido por otro modelo de fidelidad, el trovador Wolfram von Eschenbach; pero las palabras con que Tannhäuser inicia el relato que hace a su amigo de su peregrinación a Roma, están casi calcadas de una escena similar en el cuento de Tieck. Wolfram, como Eckart, se esforzará denodadamente por salvar a Tannhäuser de los cautivadores abrazos de Venus; aunque lo que finalmente redime a Tannhäuser, muy en la línea wagneriana, es el elemento femenino: la mención del nombre de María y el sacrificio de Santa Isabel. Wagner se tomó siempre muy en serio las palabras finales del Fausto: "¡El Eterno Femenino nos impulsa hacia lo Alto!".

Así como Eckart, en su condición de figura admonitoria, siempre en lo cierto pero siempre desdeñada, comparte el destino de un personaje culturalmente tan distante como la princesa Casandra, sin embargo, en cuanto representante del valor supremo de la lealtad humana, carece, a mi entender, de parangón. Los mitos que en las culturas mediterráneas han encarnado la idea de una indestructible fidelidad, tales como Gilgamesh y Enkidú, Orestes y Pílades, Niso y Euríalo, Aquiles y Patroclo, nos muestran sólo la capacidad humana de ser fiel a quien se ama. No es la fidelidad en sí misma, sino la fidelidad a un ser amado lo que en ellos se ensalza. Eckart, por el contrario, aun aborreciendo la maldad del duque, siente un temor reverencial ante la idea de romper su juramento de lealtad, lo que, para él significaría, en conciencia, romper la armonía del mundo.

Posiblemente hay algo en esa consideración del valor absoluto de la palabra empeñada en un juramento de vinculación personal que hunde sus raíces en lo más hondo de la cultura de los antiguos pueblos germánicos. Los romanos se sintieron muy impresionados por la solidez de estos lazos personales, establecidos libremente entre un jefe militar y su grupo de guerreros leales. A esta institución, llamada por los germanos “Gefolgschaft”, la denominaron los romanos “Comitatus”. Entre los íberos se dio también, con el nombre de “Devotio” y era especialmente intensa, ya que en ella los leales se comprometían incluso a no sobrevivir a su jefe en la batalla. En cualquier caso, la costumbre duró más que el mundo antiguo y dio lugar a los lazos de vasallaje feudales, que configuraron el desarrollo histórico de Occidente. El ritual del juramento feudal de fidelidad incluía tanto elementos fuertemente emocionales como sagrados. El vasallo, arrodillado ante su señor, juntaba las palmas de sus manos, que el señor cubría con las suyas. Después pronunciaba las palabras “Je deviens votre homme” (me convierto en vuestro hombre) y, a continuación, el señor sellaba sus labios con un beso (el “osculum”). Se cree que el mismo término homenaje (en francés “hommage”) procede precisamente de “homme”, ya que fue en el imperio carolingio donde más se consolidaron los usos y leyes feudales.

En cualquier caso, la leyenda del fiel Eckart, debería hacernos reflexionar acerca de la esencia y el desarrollo de esa criatura asombrosa: el hombre, que en algún momento fue capaz de concebir uno de los valores que más han contribuido a la humanización de la especie. Y quizá más que nunca hoy, en que, mientras nos precipitamos entusiasmados tras el brillo de lo que consideramos progreso, corremos el riesgo de estar perdiendo lo más genuínamente humano en nosotros. Tal vez el fantasma del buen Eckart se aparezca una vez más para advertirnos, antes de que sea demasiado tarde. Pero también una vez más, ¿Quién escuchará su advertencia?


Autor: Alberto Rubio