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Unas notas sobre el cine de Miguel Ángel Entrenas
En el marco del ciclo que el Ateneo de Córdoba viene desarrollando en torno a la obra del cineasta cordobés Miguel Ángel Entrenas, abordamos hoy la tercera sesión, en la que disfrutamos del inusual privilegio de contar con los “protagonistas de la función”, los creadores, a uno y otro lado de la pantalla, de las obras que vamos a tener ocasión de disfrutar.
Los compañeros que me han precedido en las sesiones anteriores, ya han glosado de manera extensa y brillante las líneas fundamentales del cine de Miguel Ángel Entrenas, con lo cual solo se harán unos ligeros apuntes, destinados al público que aborda su cine por primera vez.
Estamos ante un cine de fuerte aliento poético, alejado de la comercialidad, no solo por su formato –el del cortometraje, en el que se inserta la totalidad de su obra-, sino por su vocación: Entrenas no plantea una escritura cinematográfica destinada a captar la atención de un público masivo, sino un lenguaje totalmente personal y apegado a sus pautas y su manera de entender el arte del celuloide.
Dentro de esa vocación general, o global, cabe, no obstante, apreciar matices diferenciales en la naturaleza de las distintas obras, de modo que las dos cintas que veremos esta semana muestran un lenguaje probablemente menos críptico que las propuestas de la sesión anterior, con un enfoque más “narrativo” –por denominarlo de alguna manera–, sin que ello le prive de ese fuerte componente simbólico y alegórico que impregna toda la filmografía de M. A. Entrenas.
En todo caso, estamos ante films que abordan los grandes temas a que la creación artística ha atendido siempre: el amor, el dolor, la muerte. Reversos y anversos de un motor y un gozo creativos, los de Entrenas, siempre afinados, y volcados en la búsqueda de la imagen que mejor sepa plasmarlos.
La presencia física imponente, poderosa, de Ana González Wals es algo apreciable a simple vista –aquí está ella, acompañándonos, y así la podemos apreciar también en esa hermosa imagen que ilustra la presentación, en la pantalla-. Y no es un elemento desdeñable, ni muchísimo menos, en el bagaje de activos con que un intérprete ha de dotar a su trabajo de cuerpo, sentido y fundamento.
Pero, siendo necesaria, no es suficiente. A esa presencia se ha de unir también un equipaje de recursos técnicos y anímicos con los que dotarla de la vida que hay que insuflar a los personajes que se interpretan. Y eso se logra con talento. No es talento, desde luego, algo de lo que ande escasa Ana González Wals, todo lo contrario.
Ana es una actriz no solo de “Pause” –que también-, sino que, por encima de todo, Ana es una actriz de “Play”: es cuando su imagen se despliega en pantalla a través de su declamación, su gestualización; sus palabras y sus silencios, sus movimientos y sus quietudes, cuando podemos gozar de un trabajo interpretativo pleno: tenso, intenso, poderoso, deslumbrante.
Es ése un trabajo que ha tenido reflejo –en el marco de un currículum amplio y prolongado en el tiempo- en todo el cine de Miguel Ángel Entrenas, y no solo en los dos cortos que tendremos ocasión de ver hoy, hasta un punto en que podríamos recurrir a ese tópico de “la musa de…”. Y es la plasmación de un talento actoral que, sin necesidad de haberse desplegado en una carrera comercial a la que sí han tenido acceso otros mucho más limitados, y aun cuando también haya brillado sobre las tablas teatrales, o en ese medio diabólico que es la televisión, da en este cine sensible lo mejor de sí mismo.
El primero de los films de la sesión de hoy se dedica a la figura de Marguerite Duras; una auténtica pionera en eso que podríamos conceptuar como artista “multimedia” (en la medida en que abordó muy diversos terrenos de la creación; novelista, guionista, cineasta…), pero que, probablemente, y muy a su pesar, alcanzó más relevancia y renombre por los claroscuros de una trayectoria personal plagada de episodios turbios y conflictivos.
Con esos materiales opera Miguel Ángel Entrenas, para cuajar un relato fílmico centrado en la figura de Marguerite Duras –encarnada por Ana González Wals-, y que, en dos planos temporales separados, y muy abiertos, nos ofrece un ejercicio de cine dentro del cine, que integra, en flashback, la rememoración de un episodio personal (supuestamente real) de fuerte impacto emocional (sobre el que será preferible no entrar en detalles), contando con el mar, como auténtico “tercer personaje”, un elemento de influencia fortísima en todo el entramado de la cinta.
Abruma contabilizar los numerosos elementos formal y narrativamente notables que cabe hallar en una pieza, que, al fin y al cabo, no alcanza los quince minutos de duración –los juegos de claroscuros, basados en iluminación lateral,que producen un efecto deslumbrante; o ese final, a caballo entre lo efectista y lo tremendo que, no por previsible, deja de impactar lo más mínimo-: hay ahí todo un derroche de recursos narrativos y visuales por parte de Entrenas. Pero si he de quedarme con uno solo, mi elección está clara: la secuencia de arranque del corto, que, contando con un mecanismo formal muy elemental (plano/contraplano de los rostros de los intérpretes), exprime los silencios y la expresividad facial (a base de cerrar el plano hasta el límite), en un ejercicio de cine sublime. Una muestra excelente de lo que el cine de Miguel Ángel Entrenas atesora en grado sumo: sensibilidad y talento.
El de la violencia de género es un tema tristemente en boga, en estos días que corren, pero su repercusión mediática no era la misma en el año 2001. Y ése es el año en que fue realizada la segunda cinta de la sesión de hoy, Coda finale, que se abre, precisamente, con una secuencia, impactante, que recoge un episodio de este tipo.
Pero Coda finale se desplaza, a partir de ahí, por un torbellino, más turbador y morboso aún que el de la pieza anterior, a través del cual asistiremos a un proceso de descomposición (no carente de suficientes dosis de sexo, violencia y escatología, aun cuando todo ello tenga un reflejo en pantalla totalmente alejado de lo visualmente explícito, no en una muestra de mojigatería pacata, sino de vocación estilística de buen gusto) de una relación de pareja marcada por la pulsión autodestructiva y la incapacidad del artista para sobreponerse al vacío creativo impuesto por la cerrazón de su entorno. Una espiral impulsada por una especie de morbo tanático contenido, que va in crescendo hasta un desenlace que lo emparenta con la pieza precedente –salvando las distancias argumentales y temporales-, y en el que juegan un papel importante tanto el entorno físico –ese monasterio de Pedrique, ominoso, hasta tétrico, en ocasiones, un auténtico territorio del terror- como las piezas escultóricas de Aurelio Teno –cuyo papel va más allá del de mero interludio, como planos de transición, para jugar un curioso rol narrativo-.
Estamos, una vez más, en presencia de los grandes temas omnipresentes en el cine de Entrenas, a los que ya aludíamos al principio -amor, dolor, muerte-, aunque esta Coda finale nos los ofrezca tamizados a través de un filtro de insania y turbación, en el que se pueden encontrar apuntes de piezas de Roman Polanski (es inevitable recordar un film como Lunas de hiel, dada la concomitancia argumental) o Todd Browning (y sus Freaks –o alguno de ellos…-). Cine de impacto, cine revulsivo, cine que no deja indiferente.Sección del Cine del Ateneo de Córdoba