Mi cercana memoria histórica me hace retroceder a unos tiempos, finales de los años setenta, principios de los ochenta, y a un personaje singular que ya no está entre nosotros. Se llamaba Antonio Gómez Romero , alias El Papi . Nunca lo conocí personalmente aunque sí conocí y sigo conociendo a su complemento directo o circunstancial, según se mire, mi buen amigo Antonio Perea, presidente del Ateneo de Córdoba, a quienes aquellos que luchaban por un mundo mejor apodaban El Cahue. Papi y Cahue tenían en aquellos tiempos de la transición democrática una extraña costumbre, la de leer poemas en las asambleas de la clase obrera. Los poetas del pueblo no utilizan mensajes subliminales ni vacuos romanceros de palabras gastadas. Los poetas del pueblo eran capaces, en aquellos tiempos de la transición, de utilizar los versos como misiles que iban directamente al corazón del problema (la lucha obrera) y al corazón de aquellos hombres curtidos en la eterna contienda de los perdedores. Multitudinarias eran aquellas asambleas ilegales que, obviamente, eran disueltas por los grises (nombre de la policía nacional antes de estar, como ahora, al servicio de la ciudadanía libre). Mi buen amigo Antonio Perea, al enviarme por correo electrónico la noticia de la muerte de El Papi, rememora con palabras de Rafael Morales Ruiz una de aquellas asambleas celebrada frente a la iglesia de San Nicolás en 1977 y que acabó con la detención de Antonio Gómez Romero, alias El Papi. Según testimonio del citado Rafael Morales Ruiz, El Papi tenía sus zonas oscuras o ambivalentes, pues era amigo de tabernas, inveterado mujeriego, un tanto pendenciero y con su prurito de conspirador, en la mejor tradición del populismo ruso del siglo XIX o de los viejos anarquistas españoles. La historia de El Papi no deja de ser una metáfora de aquellos tiempos de la transición democrática, como escribe Rafael Morales. Acusado de un delito de lesiones, El Papi tuvo que tomar las del exilio a Francia, desde donde parece que regresó para quedarse en Lérida, lugar en el que le sobrevino la muerte. Su compañero Antonio Perea, alias El Cahue , al remitirme la noticia de la muerte de El Papi , me puso en el compromiso moral de reivindicar, al cabo de tanto tiempo, la memoria de los viejos luchadores por la causa de la clase obrera y por la esperanza del advenimiento de esta democracia, siempre imperfecta, por la que muchos anónimos idealistas dieron su vida. El ciudadano Antonio Gómez Romero, de azarosa y semiclandestina vida, fue uno de ellos. Su complemento directo o circunstancial, Antonio Perea Torres, escogió el camino de los "traficantes de sueños", título de un artículo que hace años le dediqué en estas mismas páginas. Como entonces escribí, Antonio Perea Torres, alias El Cahue , hizo por la cultura de Córdoba lo que todas las instituciones de la ciudad jamás lograron: reunir en una casa de aire sin techo y sin paredes a todos aquellos okupas de neuronas descreídas que habitaron con sus poemas de perdedores jardines y palacios de espuma.
Tuve el honor de ser uno de los fundadores de aquel
Ateneo Casablanca, luego
Ateneo de Córdoba, que hoy sigue siendo, en cierto modo, una casa de aire pero también una residencia en la tierra para los irredentos utópicos, un jardín de Academo sin palacios ni pijos laureados amigos de los lugares del poder. Mucho le debe el
Ateneo de Córdoba a mi buen amigo
Antonio Perea. Pero mucho más le debe la cultura de nuestra ciudad.
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